Mucho se ha escrito acerca de este adminículo
fantasmal y paisano, dando rienda suelta a la
imaginación y apelando a las mejores galas
literarias. Poco o nada es, pues, lo que queda
por decir de él, como no sea repetir lo
ya dicho por otros con belleza y donosura, éstas
difíciles de imitar por quien no posee
los dones necesarios. Salvo que se quiera volver
a la tradición pura, tal cual la refieren
o, más propiamente, la referían
las gentes del pueblo, y es lo que pretende quien
teje en este telar de antiguallas.
En las noches cerradas y sobre todo en las de
"Sur y Chilchi", se dejaba oír
de pronto en lo soledoso de la campiña
un agudo chirriar de ejes y un fuerte restallar
de látigo, que hacían crispar los
nervios de las buenas gentes y entrar en natural
espanto. Mayores eran la turbación y el
temor cuando tales ruidos eran percibidos en campo
raso y el cuitado descabezaba un sueño
en la pascana, junto a su jato carretero y sus
bueyes. Rechino y trallazo se escuchaban entonces
con más fuerza y como si el ente y el artefacto
que los producían caminasen por cerca y
estuvieran a punto de pasar por delante de la
pascana.
Alguna vez se alcanzaron a percibir las voces
del lúgubre carretero que instaba a las
yuntas, y era su tono gangoso, aflautado, hipante,
como no es capaz de modular ninguna garganta humana.
Si al rasgar el cielo un relámpago el campo
se iluminaba súbitamente y el cuitado viajero
tenía tiempo y valor para echar un vistazo,
la figura del carretón fantasma se escorzaba
apenas, como hecha con líneas ondulantes
imprecisas.
Aunque visión campera por excelencia, no
faltó vez en que se mostró en la
propia ciudad, bien que a la parte de afuera y
precisamente en la calle -entonces apartado y
desierto callejón- que pasa por delante
del cementerio. Más de un trasnochador
y parrandero acertó a columbrarlo, cuando
entre crujidos y estridores discurría con
dirección al Lazareto.
Pero cierta noche de perros en que las sombras
se apelmazaban y aullaba el viento, un prójimo
dio de manos a boca con la aparición. Salía
de una casa vecina, después de haber corrido
en ellas largas horas de diversión copiosamente
regada. Los vapores etílicos que le ocupaban
la azotea le habían puesto en la condición
de bravo entre los bravos y capaz de enfrentarse
con cualquier peligro.
Al ver el carretón deslizarse sobre el
arenoso suelo de la calle se lanzó hacia
él, resuelto a saber cómo era. Lo
supo al instante, de una sola ojeada. Pero de
carretón ¡ay!, sólo tenía
la traza. Las estacas estaban constituidas por
tibias y peronés de esqueleto y en lugar
de teleras asomaban costillas descarnadas. Del
carretero sólo se veía la cara,
si tal puede llamarse a una horrenda calavera,
dentro de cuyas cuencas vacías algo brillaba
y centelleaba como las brasas de un horno.
Ante la contemplación de semejantes horrideces,
el hombre sintió que la tranca se le iba
de un salto. Y no pudiendo más con lo que
tenía por delante, echó a correr
despavorido. Y gracias a Dios que llegó
con bien a casa. |