Chiquitanía

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El Pasado y las Iglesias.


Siempre hay más de una forma de ver los hechos históricos. El deseo de trascendencia otorga la perspectiva necesaria para comprender el pasado de los pueblos, más aún si los signos de ese pasado continúan viviendo y evolucionando. Es el caso de los templos y pueblos de Chiquitos, símbolos vibrantes de lo que fueron 76 años de evangelización.

Las reducciones son la otra cara de la conquista española. Si bien el mito del Dorado, del Gran Paitití actuó como un imán sobre las voluntades de Ñuflo de Chávez, Irala y otros exploradores, el ánimo de los Jesuitas era diferente. José de Arce llegó a esta tierra oriental para encontrar un camino entre Santa Cruz y el Paraguay. Pero la realidad se impuso, lúcida e incuestionable: los indígenas necesitaban protección contra la amenaza constante del tráfico de esclavos practicado por los bandeirantes y los cruceños. El padre Arce y el hermano Rivas se quedaron con los Paiconecas y Piñocas, diezmados por una epidemia de viruela. Era el 31 de diciembre de 1691.

Al respecto, Juan Patricio Fernández, en "Relación historial de las misiones", cuenta que "el último día del año escogieron un sitio para fabricar una iglesia, donde enarbolando una gran cruz y estando todos arrodillados en tierra, entonó el padre las letanías de Nuestra Señora, consagrando de esta manera aquella provincia que habría de ser fiel a Dios Nuestro Señor y tan devota de su Santísima Madre. Y yendo aquel día todos juntos a cortar madera al bosque para la fábrica, trabajaron con tanto fervor y brío que en menos de dos semanas se acabó y perfeccionó la iglesia, pobre y tosca en lo material, pero preciosa por la piedad de los artífices, que a competencia se esmeraban en trabajar en la obra".

Así se inició la primera época de la misión de los Jesuitas en Chiquitos. Fueron años duros, donde el esfuerzo se centró en buscar y atraer a los distintos grupos nómadas que vivían dispersos en la selva, a los pueblos que se fundaron en esos siguientes 30 años y acostumbrarlos a la vida sedentaria de las reducciones, alejada de los centros urbanos para evitar que los antiguos cristianos los contaminaran con su mal ejemplo (ningún extraño podía permanecer más de tres días). Allí se les organizó socialmente respetando a sus autoridades con las que se conformaba el cabildo y se les enseñó agricultura, ganadería, artes y oficios para una vida urbana y de inspiración cristiana. Esta época llevó el sello de la pobreza en medios, estructura y personal. Más de una vez se trasladaron en busca de lugares menos inhóspitos, perseguidos por las inclemencias del tiempo, las inundaciones, las sequías y las enfermedades.

La segunda época empezó con el arribo de un contingente de misioneros centroeuropeos en 1730 y las reducciones cobran un rasgo dorado. Este segundo grupo transformó las precarias construcciones en una estética que hiciera la Obra Divina agradable a la vista. Estos templos son una de las más espléndidas obras humanas: construidos para el hombre de la selva que quedaba admirado ante tal magnificencia. Ya en el interior, la belleza del estilo de una época, la representación de los misterios de la salvación, la madera hecha poesía, la música y los coros, las representaciones teatrales y la vida en Comunidad Cristiana, fueron puliendo el espíritu indígena genuinamente dispuesto a aprender. Los arquitectos, músicos, artesanos, pintores y en general, hombres hábiles, hicieron realidad una era de brillantez y grandeza. El esplendor era auténtico, no se trataba del barniz eventual del apogeo; la evangelización empapó todos los aspectos de la vida espiritual y social. Se crearon oficios, fuentes de trabajo e incluso especialización (en San Javier se hacían instrumentos musicales, en San Rafael se tallaba madera). El respeto por los recursos de cada lugar fue una premisa vital para el desarrollo económico integral, es así que en algunas zonas las paredes de los templos eran de adobe y madera, y en otras, como en San José, se edificaba con piedra.

"No me acuerdo si ya les he escrito cómo he construido una nueva iglesia en el pueblo de San Rafael. Quisiera que pudieran verla: los dejaría asombrados y llenos de alegría como les sucedió a nuestros indios, quienes dijeron cuando la nueva iglesia se terminó, que ahora irían a misa con máxima alegría y afán (...). Tiene dos hileras de columnas, en cada lado ocho. Estas columnas son árboles gruesos y largos, bien trabajados como las columnas de Salomón. Las paredes tienen también sus columnas, capiteles, pedestales, cornisas, etcétera. Son hechas de ladrillos crudos, pero de aspecto bonito a causa de su pintura linda en diversos colores, como también toda la iglesia y los altares (...). El piso es cubierto de ladrillos y el techo es de tejas que hemos hecho y cocido por primera vez para esta iglesia, y luego para nuestra casa entera (...). Para esta nueva y hermosa iglesia he construido un órgano nuevo y más grande", así narró en una carta en 1761, el Padre Martín Schmid, constructor, arquitecto y músico de los templos misionales.

En el año 1767, con la expulsión, se interrumpe el desarrollo de los pueblos misionales. A propósito escribe Hans Roth, "no fueron los indígenas quienes destruyeron la obra jesuítica en su contexto continental sino la envidia económica y política, la ignorancia y barbarie de los ya civilizados e iluminados".

En 1972 -a dos siglos de la muerte del Padre Schmid- los Jesuitas suizos querían salvar el templo de San Rafael y enviaron a Roth, que inauguró el momento de las restauraciones y una tercera época en la historia del pueblo chiquitano. Ya en 1948, lo que quedaba del templo jesuítico de San Ignacio, la más bella y magnífica de las iglesias, había sido demolido. El resto estaba en ruinas. Un año después, la consagración de Eduardo Bösl, como obispo lo involucró en esta cruzada: también debían ser restaurados Concepción, San Miguel, San José, San Javier y Santa Ana. Era un trabajo desafiante y gigantesco.

En el interior de los templos, acunados por la belleza heredada del estilo barroco europeo y los símbolos jesuitas, respetados con minuciosidad por Roth, los chiquitanos podían ejercer su derecho al cabildo, podían cantar coros en su propia lengua y danzar con verdadera alegría. Desde otra perspectiva, los sacerdotes intentaban adaptar los templos a la nueva liturgia del Vaticano Segundo: comunión antes que espectáculo; cristianismo horizontal antes que un púlpito alejado a la manera de escenario. Durante la restauración, el chiquitano recuperó su autoestima y la noción de autenticidad sin caer en el individualismo, un valor que perdura como la mejor herencia misional. Aún hoy, los templos son centros de identidad cultural y religiosa, de fiesta y gozo.

En esta evolución, la mirada de especialistas e intelectuales ha sido decisiva. Luego de restaurados los templos, en la década de los noventa, se recuperan las partituras musicales y Latinoamérica focaliza su atención en Chiquitos. Intervienen cruceños comprometidos que fundan la Asociación Pro Arte y Cultura para organizar el Festival Internacional de Música Barroca. Esto explica que a las reducciones se las llame con toda justicia "El Imperio Musical de los Jesuitas". El Imperio continúa con la obra de nuevos artistas: una corriente musical se ha levantado con brisa fresca y renovadora en Urubichá, en Moxos y en casi todos los pueblos de Chiquitos.

La certidumbre de nuestro futuro depende del compromiso con nuestras raíces. El desafío reside en no permitirnos la falacia de ver a Chiquitos como una pieza de museo o una expresión de folclore, sino de ver en lo chiquitano una de las muchas respuestas a la búsqueda de identidad. Si así sucede, este capítulo de nuestro transcurrir tomará su mejor sentido: el enriquecimiento de nuestra dimensión humana.


Fuente. Libro: Chiquitos. La Utopía perdura. Año: 2003. Autor: Willy Kenning Moreno.


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