Historia

Historia

» Por: Hernando Sanabria Fernández.


Capítulo III.


Vicisitudes de la ciudad de la selva. Rebelión de Diego de Mendoza. Suárez de Figueroa y la ciudad de San Lorenzo el Real de la Frontera. Traslación de Santa Cruz y fusión de ambas ciudades.

La muerte de Ñuflo señala el camino de los contratiempos y adversidades que habría de sufrir la ciudad por él fundada. Nombrado para sucederle, por voluntad del vecindario, el mancebo criollo D. Diego de Mendoza, cuñado del extinto adalid y hombre de singulares prendas, la primera medida tomada por éste fue la de emprender una expedición contra los itatines, que a la vez de vengar la muerte de Ñuflo, alejó el peligro que para la ciudad implicaba el alzamiento de ellos. Hubiera proseguido en la faena colonizadora y obrado a medida de las circunstancias, de no impedírselo el devenir de ingratos acontecimientos.

Gobernaba a la sazón como virrey del Perú don Francisco de Toledo, hombre voluntarioso y de desmedido celo en su prestigio de autoridad. Conocedor de la situación en que se hallaba Santa Cruz y disconforme con que la gobernase quien no fuera nombrado por él, decidió reemplazar a Diego de Mendoza, y lo hizo sin mayores consideraciones para éste y el pueblo que lo había elegido, nombrando en su lugar a Juan Pérez de Zurita, personaje de relieve en la obra conquistadora de Chile y el Tucumán.

No les pareció bien a los poblanos de Santa Cruz el injusto reemplazo, y a la primera ocasión se rebelaron en franca actitud subversiva. Pérez de Zurita fue desposeído del mando y devuelto al virrey, que por entonces se encontraba entre Potosí y Charcas. Toledo montó en cólera y decidió acabar con la insurgencia de los cruceños, enviando contra ellos una expedición de castigo cuyo mando asumió en persona. Pero la expedición salida de Charcas apenas pudo llegar a las últimas sierras andinas pobladas por indios de estirpe guaraní, que las gentes del Perú habían dado en llamar chiriguanos. Éstos se le opusieron al paso con ataques sorpresivos que por poco acaban con toda la hueste española, y de los cuales el virrey a duras penas pudo salir ileso. Contratiempos tales mellaron el ánimo del irascible Toledo y le obligaron a volver a Charcas mal de su grado.

Entre tanto Santa Cruz habíase convertido en escenario de porfiada y lastimosa lucha civil. Gentes no afectas a la persona de don Diego de Mendoza o disconformes con su política de localismo antiperuano, pusiéronsele al frente, procurando obtener el dominio de la ciudad y su sumisión a la autoridad del virrey. La lucha, abundante en episodios de toda índole, se prolongó por cerca de dos años y solo hubo de terminar cuando la cordura se impuso y llegaron cartas del virrey ofreciendo el perdón a todos y el olvido de los agravios. El mismo Diego desistió de su actitud y entregó el mando al alcalde Antonio de Sanabria y, accediendo a invitación que le fue hecha por Toledo para ir a buscarle como amigo, emprendió marcha hacia la sierra. Al llegar a Potosí fue tomado preso por orden del virrey, y tras de brevísima sumaria, degollado a los pocos días por mano de verdugo.

La rebelde actitud del vecindario y el despejo con que se manejaba en gracia a su alejada situación de los centros rectores del virreinato, no pudieron menos de despertar una sorda inquina para con la ciudad de la selva. Virrey y audiencia estaban conformes en que era necesario hacerla desaparecer o por lo menos quitarle valías y preeminencias, en bien de la buena marcha y potestad de la colonia. Por repetidas veces, en el transcurso de breves años, Charcas hizo presente a Lima la conveniencia de fundar otra ciudad que reemplazara a Santa Cruz como capital de la extensa gobernación y estuviera ubicada en sitio más próximo a los centros andinos de administración colonial.

En octubre de 1580 el virrey nombró gobernador a Lorenzo Suárez de Figueroa, cofundador que había sido de la ciudad de Córdoba del Tucumán, su segundo gobernador y hombre que gozaba de gran prestigio por sus eminentes servicios prestados a la obra colonizadora en aquellas regiones. Con el nombramiento de gobernador trajo éste instrucciones concretas para proceder a la fundación de una nueva ciudad y consecuente traslado a ésta de los inquietos y orgullosos moradores de la ciudad ñufleña.

Figueroa, apenas hubo asumido el mando diose a la tarea de buscar el sitio más adecuado para el establecimiento de la nueva capital. Pero búsqueda tal no pudo ser hecha tan fácilmente, pues el gentío guaraní que poblaba la región aledaña tenía cerrado el acceso a ella. Hubo que combatir, y con bastante ardimiento, para conseguir el despejo de los campos que mejor se ofrecían para aquellos fines: la llanura que media entre los ríos Piray y Guapay. Allí levantó en 1585, el fuerte de Santa Ana de Grigotá, el que constantemente amagado por los terrícolas, tuvo que ser abandonado algún tiempo después.

Entre tanto, nuevas turbulencias y alborotos agitaban la vida de Santa Cruz de la Sierra, con nuevos desacatos a la autoridad. Este hecho, prontamente sabido en Charcas, determinó a que la Real Audiencia urgiese a Suárez de Figueroa en el cumplimiento de lo que se le tenía instruido. El lugar escogido fue la orilla izquierda del Guapay, y allí se hizo la erección oficial, con la aparatosa ceremonia estilada en la época, el 13 de septiembre de 1590. La ciudad fue bautizada con el nombre de San Lorenzo el Real, y en ella debía instalarse el gobierno y cabildo, como en efecto se hizo, no sin que los moradores de Santa Cruz protestaran airadamente.

Pero el sitio escogido resultó no ser conveniente por hallarse expuesto a inundaciones y otros eventos de la naturaleza. En la perentoria necesidad de trasladar la flamante ciudad a lugar más apropiado, se optó por la llanura de Grigotá, ya por entonces despejada, siquiera en parte, de sus temidos pobladores aborígenes. La traslación se efectuó el 21 de mayo de 1595, y el lugar del nuevo aposentamiento fue el de las inmediaciones del desaparecido fuerte de Santa Ana que, sobre estar en campo raso y a corta distancia del Piray, hallábase regado por arroyuelos y favorecido por el salutífero soplo de los vientos alisios.

En el ínterin, Santa Cruz, desamparada y venida a menos, vivía su propia vida, altiva siempre y sin perder su fervoroso espíritu municipal. Inútiles fueron las requisitorias del gobernador para que mudase de locación y viniera a integrarse con la nueva de San Lorenzo, como inútiles las disposiciones para mantener a su gente en paz y obediencia. Pero llegó el día en que las autoridades de Charcas resolvieron obrar con la energía requerida en el caso. En 1604 fue enviado a la renuente ciudad el oidor de la Audiencia don Francisco de Alfaro, con órdenes terminantes de proceder al traslado. No sin haber vencido enconadas resistencias, el diligente oidor consiguió efectuar la mudanza al año siguiente. Y así la población de Santa Cruz, dejando expresa constancia de que no se trataba de fundación nueva, sino de simple cambio de locación, abandonó para siempre la vega del Sutós, viniendo a tomar asiento en la llanada de Grigotá. Pero ya en ella, los hombres de la ciudad viajera negáronse a convivir con la comunidad ya existente de San Lorenzo el Real y concluyeron por establecerse, con sus instituciones y sus órganos de práctica y derecho, en el paraje denominado Cotoca, cinco leguas distante de la ciudad rival y suplantadora.

Durante diez y siete años vivieron las dos comunidades frente a frente. En 1621 el gobernador Nuño de la Cueva puso empeño en arreglar las cosas del modo que mejor cuadrara a la armonía entre ambos vecindarios y al respeto a sus respectivas tradiciones. Habiéndose valido de la influencia de los padres jesuitas, que tenían sendas casas en una y otra ciudad, consiguió que el cabildo de Santa Cruz decidiera la mudanza a la vecina San Lorenzo, siempre en el entendido de que conservaría su propia existencia. La operación llevóse a efecto a principios del año siguiente.

Desde los comienzos de la nueva etapa de vida, los recién venidos fueron imponiéndose en toda forma y toda actividad. Por gracia de cédulas reales obtenidas a poco de la fundación de su centro urbano, eran poseedores de preeminencias y privilegios forales, como los de elegir sus propias autoridades, regirse por un cabildo de amplias facultades de gobierno y policía, estar eximidos de prisión y no pagar tributo alguno. Estos antecedentes, unidos a su natural imponente y altivo, no pudieron menos de cargar a su favor el peso del valimiento. Consecuencia de todo ello fue que, desde el momento de la aglutinación, el nombre de Santa Cruz de la Sierra fuera paulatinamente desplazando al de San Lorenzo, hasta excluirlo del todo con el correr de los años.


Fuente. Libro: Breve Historia de Santa Cruz. Año: 1998. Autor: Hernando Sanabria Fernández. Librería Editorial Juventud.


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