Historia

Historia

» Por: Hernando Sanabria Fernández.


Capítulo VII.


La guerra por la independencia. Ideología y carácter. El primer pronunciamiento. Reacción de los monarquistas. La republiqueta del caudillo Warnes. Aguilera, caudillo de los realistas. Sucesos del año 1825.

Para empezar este párrafo preciso es convenir en que la llamada "Guerra de la Independencia" no fue la arrebatada colisión entre españoles y americanos, en la que con depurado idealismo lucharon los unos por conseguir la libertad de su tierra, mientras con bárbara sinrazón se obstinaban los otros en mantenerla sojuzgada. Tal es la versión simplista y corriente de nuestras historias convencionales, pero no la que traduce con justicia y rectitud la realidad de los hechos.

Formada la clase social de los criollos y adquirida por ellos la noción de su posición y valer en el seno de la sociedad indoamericana, el imperio de sus intereses en perspectiva, no pudo menos de chocar con el compuesto de los intereses hispanos en auge. La pugna de los unos por obtener las fuentes de riqueza, a las que como nativos de la tierra, se creían con mejor derecho contra la resistencia de los otros que porfiaban en retenerlas a toda costa, fue la causa primordial que motivó esa lucha larga, cruenta y azarosa. Para decirlo en términos objetivos, fue una complicada especie de guerra civil, que como toda guerra de esa laya, abundó en saña, ardimiento y contradictorias incidencias. Tanto es así que individuos o colectividades cuyos intereses gravitaban dentro del compuesto socio-económico de una de las clases en lucha, no vacilaron en tomar partido por ésta, aunque originariamente pertenecieran a la adversaria. Solo así se explica cómo en éste o aquel lugar hombres nacidos en España hayan peleado bravamente del lado de los rebeldes y, de otra parte, hombres nacidos en América hayan tomado armas dentro de las filas españolas.

Para mayor abundamiento de razones, basta señalar un hecho que aporta argumentos de fuerza en favor de lo aseverado: iniciada la lucha, durante los cinco primeros años, a lo menos, y sentada una que otra excepción local, los insurgentes manifestaban a las claras que no luchaban contra España y su rey sino contra las injusticias y los abusos del régimen. Por eso, al amotinarse y tomar las armas, hacían protestas de fidelidad a Fernando VII. La corriente autonomista, o independista más bien, vino con el correr de los años y los acontecimientos y el surgir de los nuevos caudillos con ideas y orientación más definidas.

Sentado tal precedente, no poco ajeno a la índole de esta relación monográfica pero necesario para la comprensión de lo que debe narrarse con estrictez de verdad, cabe advertir que en Santa Cruz de la Sierra la guerra por la independencia revistió caracteres que no son los determinados en la historia inconsiderada y simplista de los textos oficiales y semioficiales. A decir verdad esa característica no es ni con mucho un caso aislado en el continente. Se presenta, o por mejor decir se presentó, en varias otras comunidades en las que, sobre el autóctono, el mestizo y el moreno, predominaba el elemento blanco de origen hispánico.

El primer movimiento de insurrección habido en esta ciudad fue tramado por un grupo de negros y mulatos que tenían apartada residencia en el lugar de extramuros hasta hoy conocido con el nombre de Tao. Era propósito de los tales pasar a degüello a la población blanca, entrar a saco en sus viviendas y constituir luego un gobierno local propio. Debió de estallar el 15 de agosto del año 1809, pero debelado a tiempo por gracia de un hecho casual, la justicia del rey y la vindicta pública cayeron sobre los complotados, no sin extremar las medidas de punición, y así acabó todo.

Como es bien sabido, meses atrás del conato de los morenos, los criollos de Chuquisaca, movidos por cabildo y universidad, habíanse levantado contra las autoridades reales y enviado sendos emisarios a los principales centros del Alto Perú, para que en ellos propagasen las ideas de rebelión sustentadas. Hijo de padre español y madre cruceña y recientemente doctorado por la Universidad de Charcas, Antonio Vicente Seoane fue el comisionado para tal efecto en la ciudad natal. En su compañía y con igual cometido vino otro doctor de Charcas, Juan Manuel Lemoine. Juntos los dos hubieron de entenderse con algunos que simpatizaban con aquellas ideas. La labor de los emisarios fue coronada por el éxito, pues, entre varias otras, consiguieron ganar la adhesión de un militar, el coronel Antonio Suárez.

Cuando las cosas estaban ya en buen pie, arribó otro emisario, esta vez de la Junta de Gobierno de Buenos Aires. Era el capitán Eustaquio Moldes y traía la misión de urgir a los confabulados a que precipitasen la acción. El movimiento estalló la tarde del 24 de septiembre de 1810, con el amotinamiento de las milicias, la destitución del gobernador D. Pedro José Toledo Pimentel y el llamado al pueblo para concurrir a cabildo abierto. Constituyóse una junta gubernamental compuesta por el sacerdote José Andrés Salvatierra, el doctor Seoane y el coronel Antonio Suárez, quien asumió al mismo tiempo las funciones de comandante de la plaza.

No duró muchos meses ese estado de cosas. Aunque la guarnición del fuerte de Membiray habíase pronunciado también en gracia a los trabajos del padre Salvatierra, que era su capellán, el jefe de ella, coronel José Miguel Becerra, consiguió volverla de su parte. Con el auxilio de esta fuerza retomó a Santa Cruz, asumiendo las funciones de gobernador que le habían sido acordadas por el brigadier Goyeneche, jefe supremo del realismo en el Alto Perú.

Becerra quiso ahogar en sangre el movimiento criollo. En lo que va de mediados de abril de 1811 a principios de 1813 mandó fusilar o infligir crueles castigos de escarmiento a los más comprometidos en el alzamiento de septiembre, disponiendo, además, confiscaciones de bienes, secuestros y otras medidas de igual índole, destinadas a sembrar el escarmiento. Digno colaborador suyo en estas actividades fue el coronel Antonio Landívar y Zarranz, a quien dio carta blanca para operar de igual modo en los poblados cruceños de la sierra, tales como Vallegrande y Samaipata.

Becerra y Landívar fueron llamados desde entonces los "Desorejadores", mote con que hasta hoy les conoce la tradición.

Así las cosas, llegó noticia de los triunfos obtenidos en Tucumán y Salta por el general argentino D. Manuel Belgrano y la entrada de éste en el Alto Perú. Con ella los insurgentes cruceños recuperaron el ánimo y ayudados por pequeños contingentes venidos de Cochabamba y Vallegrande, volvieron a tomar la plaza. Asumió entonces el mando el coronel Antonio Suárez, el revolucionario de vez pasada (marzo de 1813).

Meses después arribaba con título de gobernador extendido por Belgrano, el porteño de ascendencia flamenca, coronel Ignacio Warnes. Hombre de gran personalidad y espíritu de acción e imbuido de las nuevas ideas que irradiaban de Buenos Aires, el coronel Warnes vino a encauzar la corriente de insurgencia hacia la consecución de una libertad irrestricta con respecto a la metrópoli española. Fue él quien trajo la novedad de llamar "patriotas" a los rebeldes criollos, dejando el de "realistas" a los partidarios de mantenerse debajo de la autoridad del rey hispano. Pero apenas llegado hubo de adquirir noción de que las cosas no andaban en Santa Cruz del modo que cuadraba a sus ideas.

La población, de ascendencia española en sus dos terceras partes por lo menos, no estaba bien dispuesta a tomar partido tan radical, atenta la razón de que, dentro del régimen colonial, vivía sin asperezas que lamentar, poseedora siempre de los privilegios forales que le venían desde la fundación de la ciudad. De entre esa mayoría de población, parte era adicta a que las cosas permanecieran como estaban y el resto había adoptado una postura de pasividad e indiferencia. Las ideas y los sentimientos antiespañoles, o por mejor decir antirrealistas, solo habían podido encarnar entre las clases sociales de menor valimiento y entre los grupos de ascendencia terrígena o africana, que eran cortos en número.

Warnes tuvo que emprender, como primera medida, una enérgica campaña civil para acabar con esas prevenciones y ganar adeptos. Pero estaban aquellas tan hondamente arraigadas que solo su tesonera acción y su encanto personal fueron parte a influir en los ánimos y acreditarle como caudillo de la nueva causa. Aun así, al ponerse en la obra de reclutar tropas para la lucha, difícil le fue tomar hombres de entre las clases prominentes y tuvo que recurrir a las humildes, al camba sencillo y cordial de la ciudad y el campo y al esclavo de color. Un decreto suyo, que se anticipó a la ley dictada por el Congreso de Buenos Aires del año 1813, dispuso que todo esclavo que sentara plaza quedaba automáticamente libre. Con ellos formó el batallón de infantería llamado de "Los Pardos Libres" y con los otros los de lanceros y fusileros.

Todo lo previno y alistó el diligente caudillo, llegando inclusive a montar un taller de armería y fábrica de explosivos, en un arrabal de la ciudad, que de entonces fue llamado "Barrio de la Pólvora", conocido por este nombre hasta hoy en día.

Aquellos eran tiempos en que la enconada lucha había entrado en la fase llamada "de las guerrillas", por haber desaparecido con la derrota de Belgrano en Vilcapugio y Ayohuma, los encuentros campales entre ejércitos regulares. Del lado de los patriotas surgió la partida que hostigaba, arremetía y corría a refugiarse en determinado lugar, que a las tropas contrarias no era tan fácilmente accesible. El jefe de la partida constituíase en caudillo local que se arrogaba funciones de gobierno dentro del territorio. Es lo que ha dado en llamarse la "republiqueta", de las que hubo muchas en todo el Alto Perú. Así las formadas por los guerrilleros Chinchilla, Camargo, Padilla y Méndez y tantos otros de la misma heroica traza.

Warnes, nombrado para el gobierno de Santa Cruz por Belgrano, que representaba al gobierno de Buenos Aires, estaba llamado a ejercer autoridad con sumisión a éste. Pero las incidencias de la lucha por él emprendida o, con más probabilidad, su exaltado individualismo, lleváronle a asumir funciones de autonomía casi absoluta y, en cierto momento, a negar toda subordinación a quien quiera que fuese. La republiqueta de Santa Cruz llegó, pues, a ser tal en el más amplio sentido de la palabra. De haber sobrevivido Warnes hasta el colapso final de la causa española en 1825, no es aventurado suponer que hubiera llevado al pueblo cruceño por otros caminos.

Dos campañas emprendió Warnes contra las fuerzas del rey. Tuvo que actuar en la primera, mal de su grado, bajo las órdenes del caudillo Arenales que le urgió a unírsele frente al peligro que se cernía sobre ambos, con la presencia del realista coronel Blanco, y culminó con la victoria de Florida, alcanzada el 25 de mayo de 1814. La segunda la emprendió solo, en los meses de octubre y noviembre del año siguiente, y en ella obtuvo la victoria de Santa Bárbara. Empañó esta última con crueles medidas inmediatas, como el incendio del pajonal donde se debatían los heridos del bando contrario, que no eran precisamente españoles, sino pobres indígenas reclutados a la fuerza por los jefes realistas Udaeta y Altolaguirre.

A su regreso de esta campaña halló en Santa Cruz ingratas novedades. El gobierno de Buenos Aires habíale reemplazado con la persona de cierto coronel Carreras, argentino como él pero hombre dado a contemporizar y tomar las cosas de distinto modo. La conducta de Carreras no solo había despertado las simpatías del vecindario indiferente u hostil a Warnes, sino también logrado días de paz entre los bandos contendientes, no sin alguna influencia favorable a aquellos. El caudillo vencedor acabó con todo ello en obra de pocos días y extremó las medidas de severidad o preventivas, lindando en el arrebato que diera nefasta celebridad, años atrás, a los jefes realistas Becerra y Landívar.

En estas circunstancias fue informado de que una fuerte división enemiga con base en Vallegrande se disponía a atacarle. No escapó a su visión la magnitud de este peligro y máxime al considerar lo reducido de su tropa. Recurrió entonces a un expediente que había de darle los mejores resultados. En discursos pronunciados en las calles y proclamas que mandó distribuir profusamente, hizo ver al pueblo que se acercaba una invasión de gentes de la montaña, a quienes titulaba de naturales enemigos, y de que era llegado el momento de defender la propia tierra a costa de cualquier sacrificio. La prédica halló eco, y buena cantidad de hombres en estado de tomar las armas acudió a alistarse en los cuarteles y adquirir rápida instrucción de guerra.

Semanas después, el 21 de noviembre de 1816, la división realista aparecía de improviso en la vega del Pari. Comandábala un cruceño, el coronel Francisco Javier de Aguilera, de noble alcurnia criolla que entroncaba en fundadores de la ciudad y primeros gobernantes, como aquel Juan de Aguilera Chirinos, que ha sido antes mencionado.

Cuenta la tradición que el cruceño jefe de la división realista tenía cuentas personales que saldar con el porteño jefe de los patriotas, por haber éste causado ofensas a la familia de aquél, en una de las varias medidas de represión tomadas contra los partidarios de la realeza hispana.

La batalla se libró allí mismo, en el Pari, y fue la más sangrienta que hubo en el Alto Perú durante la guerra emancipadora. No obstante el valeroso comportamiento de la caballería patriota comandada por un cruceño, el Colorao Mercado, que puso en fuga a la caballería del rey, al caer de la tarde la victoria hubo de pronunciarse por Aguilera. Factor decisivo de esta derrota fue la muerte de Warnes, ocurrida en momentos en que el bravo caudillo alentaba a sus hombres desde la propia línea de combate.

La entrada de Aguilera en Santa Cruz hubo de señalarse por medidas de terror impuestas al vecindario, empezando por la decapitación del caudillo muerto y la macabra exhibición de su cabeza en una picota alzada en el centro de la plaza principal.

Desde entonces y hasta el final de la guerra quedó esta ciudad bajo el dominio realista, mas no sin que las montoneras patriotas que operaban en la campiña, y singularmente en la Cordillera de los Chiriguanos, a las órdenes de Mercado, la hostigaran de cada cuando con atrevidas incursiones. La Noche Buena de 1818, el valiente "Colorao" irrumpió de improviso, ocupó la ciudad con su gente, pero no amaneció en ella, retirándose como había venido, hacia el fuerte de Saipurú, en donde tenía su centro de operaciones.

La figura más gallarda y atrayente en aquellos ocho años es la del montonero José Manuel Baca, más conocido por el mote familiar de Cañoto. Músico y poeta popular, a la vez que jefe de partida, unía a su valor temerario y vehemente decisión por la causa de la patria, la chispa del ingenio, el sentimiento del arte y un natural apasionadamente humano. La tradición ha recogido y conserva en la memoria sabrosos hechos suyos que le elevan a la categoría de personaje legendario y unos cuantos versos de los que compuso en su romancesca vida.

Aguilera, el injustamente execrado, no era hombre vulgar, ni un tirano sombrío, ni el descastado hijo de la tierra que le vio nacer. Hombre de alcances nada comunes, ideas firmes y corrección intachable en sus actos, púsose al servicio del rey español cuando empezaba la guerra, del modo que muchos otros altoperuanos con antecedentes familiares y sociales análogos a los suyos. Pero en tanto que éstos mudaban de ideas y cambiaban de partido, según se presentasen las incidencias de la lucha, él perseveró de firme hasta más allá de los conflictos humanos. Esta lealtad a toda prueba, en un medio como el nuestro, donde la infidencia campea a sus anchas, vale para tomarle como virtud señalada de su parte. Dotado de singular energía, viva inteligencia y sólida moral, cualidades bien manifiestas en sus actuaciones de gobernante y hasta en su vida privada, bien merece la estimación justiciera, de quienes, a la distancia del tiempo transcurrido, que cura del viejo prejuicio antiespañol, deben juzgar a los hombres de aquella época con serena imparcialidad y a medida de sus valores morales, que no de los actos extremos de sus vidas, a los que fueron impelidos por fuerza de las circunstancias.

Desde 1822, año en que Aguilera fue a establecer su cuartel general en Vallegrande, gobernaron en Santa Cruz lugartenientes suyos como Manuel Fernando de Aramburu y Anselmo de las Ribas, español el uno y criollo el otro, sin que en ese tiempo hubiera ocurrido en esta ciudad suceso digno de ser narrado.

A principios del año 1824 hubo de estallar la llamada "Guerra Doméstica", que dividió a los realistas en dos enconados bandos: el liberal, que encabezaba el general Valdez, y el absolutista, que tenía por jefe supremo al general Olañeta. Aguilera, que había tomado partido por este último, volvió a Santa Cruz, pero solo de paso, para dirigirse a Cordillera, en donde uniéndose a Mercado, y otros guerrilleros patriotas, debía asumir el mando para marchar sobre Chuquisaca. Sabido es que en esta "Guerra Doméstica" casi todos los montoneros altoperuanos plegáronse al bando absolutista e hicieron causa común con él.

Terminada esta guerra con el entendimiento de los caudillos, Aguilera volvió a Vallegrande para estar a las expectativas. Allí le sorprendieron las sucesivas noticias de Junín y Ayacucho, la campaña de Sucre sobre el Alto Perú y la sublevación de Cochabamba, en enero de 1825. Para sofocar esta última marchó con su tropa, pero ésta se le defeccionó en Chilón, el día 26 de enero de dicho mes y año. Tal movimiento hizo posible el pronunciamiento de Santa Cruz por la patria y la proclamación de la independencia, hecho operado el día 14 de febrero siguiente, a iniciativa del cabildo y por la acción de los patriotas civiles José Reyes Oliva, Nicolás Cuéllar, José Vicente Suárez, José Ignacio Méndez y otros.

Al mes y medio de este suceso, en observancia de lo dispuesto por el célebre decreto del 9 de febrero, dictado por el Mariscal Sucre, reuníase el vecindario para elegir a los diputados que debían de representarle en la asamblea llamada a resolver los destinos del pueblo altoperuano. De dicho comicio salieron electos, por voto casi unánime, los abogados Antonio Vicente Seoane y Vicente Caballero, cuyas opiniones eran ya conocidas como favorables a la formación de un Alto Perú independiente, con toda la jurisdicción de la antigua Audiencia de Charcas.

Por sobre este antecedente personal de los elegidos y como para dejar expresa constancia del común sentir y común pensar del pueblo, el cabildo de la ciudad formuló, en fecha 14 de abril, un pliego de instrucciones, al que los diputados debían sujetarse. Rezaba este pliego de que la voluntad de Santa Cruz era constituir con las provincias hermanas del Alto Perú un estado libre e independiente. Además de los miembros del cabildo suscribieron ese documento los vecinos notables, tales como José Ignacio Méndez, Manuel José Justiniano, Rafael del Rivero, José Reyes Oliva, José Lorenzo Moreno, Tomás Marañón, Juan Manuel Vázquez, Lino Hurtado y Juan Añez.

En tales disposiciones se encontraba la ciudad cuando fue sorprendida por el precipitarse de dos acontecimientos tan inopinados como azarosos. Fue el primero el amotinamiento de las noveles tropas de la patria en la ciudad de Vallegrande, bajo la guía de sargentos y cabos que hasta poco antes habían militado a órdenes de Aguilera. El pretexto fue la falta de pago de sus soldados y el desorientado propósito, desconocer el orden de cosas existentes con demostraciones de simpatía hacia la ya consolidada República del Plata. Movimiento tal fue fácilmente dominado y traídos sus cabecillas a Santa Cruz, en donde, habiéndoseles formado proceso, los castigos fueron harto leves, y a la postre se optó por hacer como que nada hubiera pasado.

Algunas semanas después llegaba de Chiquitos otra más inquietante nueva. El gobernador de aquella región D. Sebastián Ramos, negándose a rendir armas y someterse a la patria, había buscado la protección de las autoridades brasileñas de Matogrosso y, a cambio de protección, ofrecido la entrega de Chiquitos al imperio de los Braganzas. Una fuerza expedicionaria a órdenes de cierto comandante Araújo no tardó en ocupar el territorio hasta llegar a San José. Desde allí, el fulano Araújo imponía la rendición de todo el departamento, bajo las amenazas de entrar en Santa Cruz a sangre y fuego. El gobernador D. José Videla dio aviso al Mariscal de Ayacucho, que se hallaba ya en Chuquisaca, y se aprevino para la campaña. Mas apenas había pasado el río Grande y enviado avanzadas sobre San José, Araújo hubo de retroceder, no sin antes dirigirse a Videla como quien ha entrado en razón y reconoce que obra con poco juicio.

La aventura imperial no pasó de ahí, pero fue bastante para inquietar los ánimos por cierto tiempo e impedir que en los pueblos de Chiquitos se realizaran elecciones conforme a la convocatoria del 9 de febrero de aquel año.

Al mes de pasado aquello, reuníase en Chuquisaca la asamblea convocada por el vencedor de Ayacucho, mas sin que los diputados de Santa Cruz pudieran estar presentes. Eventualidades de distancia retrasaron su incorporamiento, en tanto que los diputados de las provincias altas discutían aún la formación del nuevo estado. Cerradas las deliberaciones con el triunfo de los independistas, el presidente de la asamblea sugirió de que no se hiciera aún la proclamación solemne mientras no estuvieran presentes los representantes del pueblo cruceño. En virtud de este acuerdo el solemne acto no se verificó hasta el 6 de agosto, día en que Seoane y Caballero habiéndose presentado en sala, pusieron de manifiesto las instrucciones recibidas, y en tal sentido emitieron su voto.


Fuente. Libro: Breve Historia de Santa Cruz. Año: 1998. Autor: Hernando Sanabria Fernández. Librería Editorial Juventud.


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