Su nombre: Santa Cruz de la Sierra.
Tenía un puro olor a santidad.
De otra manera no podía ser.
Su nombre: Santa Cruz de la Sierra.
Santa Cruz de la Sierra, con olor a redención.
Su pampa contrastando verdores gloriosos con el diáfano azul del cielo más puro de América.
Su nombre rumoroso y buen vecino, joyel musical del aguacero y del rocío.
Templo verde de trinos y rugidos.
Caja de resonancia de los suspiros y de los alados vuelos de las mariposas y las libélulas.
Y ajustada a las caderas suburbanas, la cinta armoniosa de los ríos y de los arroyos mansos, insumiéndose en la tierra morena y reseca para rebrotar más tarde transformados en palmeras o florecidos en orquídeas.
Después, las noches de luciérnagas.
Noches de voces profundas y sincopadas.
Aleteos de aves insomnes.
Requiebros de felinos y de gacelas entre la tupida fronda de vainilla y guayacán.
Viajando en el duro y crujiente carretón de tres yuntas por los caminos de arena y lejanías tibios de solazos, la vieja tradición amodorrada y sus cantores impenitentes.
Un poco trasplantada o un poco sembrada por el conquistador extremeño y sus huestes castellanas.
Otro poco impregnada de dulzuras y caprichos guaraníticos.
Un poco más de santos y otro poco de aparecidos y de penados del amor.
Un poco de duendes juguetones, de hechiceros malévolos y de seres infernales.
Casi todo, el resumen minucioso y puntual de una imaginación cantarina, libre y fecunda.
Su nombre: Santa Cruz de la Sierra.
Y como expresión de una fe tierna y sencilla sus parroquias festoneadas de mantones de espumilla.
Con sus breves torres aldeanas apuntando a las nubes.
Con sus campanarios repicando a vida.
Con sus campanarios redoblando a muerte.
Las parroquias y sus vísperas.
Las parroquias y sus rezos.
Puntos de encuentro, tras la última campanada de la medianoche, de la Viudita y del Carretón de la Otra Vida.
Su nombre: Santa Cruz de la Sierra.
De los caserones que daban a dos calles paralelas.
De los caserones de tres patios y de galerías coronadas de arcos airosos y señoriales en que hacían nido las cigarras.
El primer patio, de aljibe, en cuya superficie lisa y translúcida ensayaban sus guiños coquetos las estrellas errantes.
El segundo, de la tertulia familiar o del rosario de la abuela coreado por los nietos y las criadas de ojos tristes.
El tercero, de la servidumbre, que se bastaba con el pan de cada día, las chirapas de los niños y las migajas de las sonrisas.
El tercero, de los establos, en que retozaba satisfecho el sillonero del patrón.
Su nombre: Santa Cruz de la Sierra.
Por allá por los rumbos del Oriente, por donde un día, precedido del lucero, fue anunciado el Salvador del Mundo.
Lejos de la rosa de los vientos de los argonautas.
Cerca, en cambio, de las crueles tempestades del Destino.
Fuente. Libro: Lo Nuestro. 200 Años de Poesía Cruceña. Año: 2010. Autor: Homero Carvalho Oliva. Editorial La Hoguera.